"Those who can, do; those who can't, teach; those who can't teach, teach the teachers; and those who can't teach the teachers, go into politics"
- Muriel Barbery (The elegance of the Hedgehog)
La política. En boca de todos. Está comprobado que es la única ciencia sobre la que nadie se siente subcalificado para opinar: nadie se atrevería a emitir un juicio apasionado sobre astrofísica sin tener un mínimo conocimiento, por lo menos de su significado. La política, es otra cuestión. Todos creemos tener la suficiencia como para emitir opinión de la manera sobre la que deberían manejarse nuestros países, y quienes optan por no hablar de política, regularmente se escudan en no querer herir susceptibilidades, pero rara vez se oirá un sincero "no sé lo suficiente como para opinar".
Esta universalidad de la opinión política sin conocimiento alguno, no es en sí misma dañina sino hasta que pasa de una mera opinión al activismo y a la participación. Cualquiera, sobre todo en nuestros países latinoaméricanos, está bien calificado para ser político y funcionario. Es sorprendente como las calificaciones requeridas, ni siquiera para ser CEO de una empresa, sino hasta para ser colaborador jurídico en un bufete, o analista financiero en un banco, tienden a ser mucho mayores que las necesarias para una silla en la Asamblea, o para llevar las riendas de este país desde Casa Presidencial.
Lo que sí es indispensable, es la sonrisa adecuada para salir bien en los anuncios. La energía para aplaudir en todos los mitines, en cada rincón de El Salvador. La paciencia para abrazar hasta la última vendedora de un mercado. ¿Estudios universitarios o post-grados? No. ¿Experiencia previa dirigiendo algún ente o administrando algo? Nope. ¿Record criminal? ¡Qué importa! Lo que importa es que convenza cuando se ponga un sombrero, o que suene creíble cada vez que dice "cambio". Nadie le va a preguntar "cómos" ni "cuandos". Y la culpa la tenemos nosotros: por haber confundico política y capacidad de gobernar con el "appeal" necesario para ser electo. La culpa es de quienes nos miran de regreso cuando vemos al espejo, porque en algún punto de nuestra corta historia democrática, paramos de hacer las preguntas que importan y nos conformamos con que nadie nos las contestara.
Un buen funcionario, quien hace política de verdad, debería ser sinónimo de patriota. Que ponga al país primero y no al partido, porque si no velamos por la continuidad de los elementos que forman "país", como la democracia, la paz, la gobernabilidad, etc., de nada sirve que pensemos en la continuidad de los partidos, que son medios y no fines. Un político real sabe que solo lo es en la medida que esta convencido de lo que habla y que no promete más allá de sus posibilidades. Un buen funcionario sabe que se debe a su pueblo, y que su pueblo no le debe nada: ni privilegios exagerados costeados con los impuestos, ni el derecho a ser prepotente, ni la aplicación diferente de las leyes.
Si más políticos estuvieran conscientes de lo que conlleva hacer política de verdad, no tendríamos tantos.
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